jueves, 22 de septiembre de 2011

Crecer

CRECER

No quería ir y no me interesaba  ni viajar en tren ni en avión o en el sulky, Estaba prisionero del libro, casi no asomaba a la calle, el libro me tenía atrapado no tanto por su argumento, aunque si, pero mucho más por la forma en que estaba escrito, las palabras perfectamente tejidas en ideas que me introducían en la trama y yo era un personaje mas aunque no detallado, secreto, clandestino.
Tan auténtico en los detalles que cuando se prendió la fuente de agua en la página diez y seis del capitulo dos me tapé con el mismo libro para no mojarme, una sensación maravillosa de protagonismo literario pero desde adentro donde el autor no sabía no solo que me había subyugado, seducido, capturado sino que me había incorporado, sin saberlo, inocentemente, a sus personajes.
No quería ir, pero debía, se iba toda la familia y yo, un muchachito, no podía quedar solo en el caserón ni siquiera con Romualda que me entendía porque ella también se iba a aburrir en ese destino de verano  repetido y eterno.
El tren tenía ocho vagones y partía de Pompeya, era chiquito con una locomotora grandota  negra y lustrosa que luego, en destino estaba borrada por el polvo del camino y se transformaba en un fantasma que arrastraba una cohorte de vagones sin conductor igualmente escondidos debajo de una capa de polvo que formaba franjas como cebras producto del paso del viento.
Mi libro y el camino que recorrería el tren, campo y arena, campo y arena se hermanaban, el libro porque era un extensión del brazo que lo sostenía y de mis ojos y la arena porque era el océano por donde el tren transcurría los tiempos y los espacios para llegar a destino y arriar las velas de la navegación.
Ni el libro ni la arena tienen ni principio ni fin, el libro no se terminaría nunca de ser leído porque estaba dispuesto a continuarlo no importando el final dado por el autor, y la arena rodea al tren eternamente.
A pesar de mi resistencia silenciosa sabía que debía ir, mi padre entró al cuarto y me miró, me preguntó que llevaría en el viaje y para allá que me entretuviera, intentó entusiasmarme con los amaneceres y los vecinos, con la pesca y la cabalgata a la luz de la luna, había amenaza en la afirmación pero no en la voz por lo tanto acudí a preparar los enseres del viaje, el libro fue lo primero que preparé, debía estar fuera del equipaje, a mano, forrado para que no se deteriore porque  pasaría a formar parte de mis tesoros.
El libro hacía sombra, no podía pisar la sombra del libro, era una sombra pura,  transparente a pesar que las sombras no lo son, a pesar del acoso que le imprimía cada vez que me acercaba la sombra se corría y avanzaba de la misma forma que mi crecimiento que no me permitía pisar el pasado.

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