B, A y C
C entró a la Iglesia y sintió un
primer ramalazo del calor de la gente y el aroma del incienso. Recorrió con la
mirada el lugar, saciado de piadosos y adivinó a cada uno con su deseo, su
aspiración y también a los que acudían solo por su fe, se sintió invasor de
intimidad, él no creía en eso pero también dudaba de no creer.
El Padre A presidía, lo encontró
obviamente mayor a la última vez de su
encuentro, pero además más grueso, más serio.
Estaba parado en el medio del proscenio y su pequeña altura se
distinguía aún más dado la distancia que lo separaba desde donde estaba. Aún así, le llegaba el brillo del alba sobre la
casulla, la estola lo hacía más pequeño aún y cubría en parte el cíngulo que
rodeaba la cintura, y en ese momento con los brazos alzados presentando el
cuerpo y la sangre de Cristo pintaba un cuadro memorable que C ya había casi
olvidado pero le recreó un instante que en algún momento creyó en todo eso y
casi sin darse cuenta se arrodilló bruscamente, ahí mismo, en el centro del
atrio y unió los dedos de las manos tratando de recordar para que era que las
manos se unían.
A adivinó su presencia, sintió en su
alrededor la energía del que había creído y dudó.
Lo buscó con la mirada pero ese
momento era para todos sus feligreses, su figura, la figura del hombre que
ordenaba el sacrificio de la misa estaba traspasada por la presencia de Dios y
su carne y su sangre real se diluían tras la figura del Salvador al que todos
en la iglesia venían a conocer, a reconocer y acompañar en el sacramento.
Y esa era la principal misión.
A ambos vi.
Ambos se vieron.
Finalizada la Misa y mientras A
resolvía sus ropas y los enseres y ordenaba a las mujeres pías que limpiaran
con esmero todos los rincones de la casa espiritual y especialmente las
imágenes de los santos y santas, los retablos y las capillitas internas. Pero
todo eso, era evidente, esa conversación, esos detalles, esas órdenes solo
servían para dilatar el encuentro con C.
Desde su altura A vio como crecía la
figura de C a medida que se acercaba hasta el altar.
C repitió, ¿cómo puede haber un Dios que condena a uno de sus ministros a que sea
enano, eh?
C y A
En lo más íntimo de mi pensamiento,
de mi deseo, de lo que entreveía por su devoción, entrega, disposición y
convicción que seguiría mis pasos.
Deseaba, deseo que C comulgue con la profesión de fe y abrace este
oficio hermoso y desinteresado de ser cura.
En realidad desinteresado no porque
como representante de la iglesia lo que aspiro, lo que aspiramos quienes
abrazamos este ministerio es que nuestra grey se amplíe cada vez más con nuevos
creyentes y nueva sangre joven entre nuestros maestros.
¿Qué le pasó a C? ¿Me ve enano antes
que cura? ¿Prefiere la figura graciosa
antes que la voluntad de entrega a dios?
Esa tarde en el refectorio, esa
tarde de mi cumpleaños hace ya treinta años, TREINTA AÑOS!!!, me preguntó cómo había sido mi niñez, que
había pasado cuando surcaba la escuela primaria y la secundaria, como me
llevaba con mis compañeros de clase, de aula, con mis profesores y maestros, me
preguntó si se mofaban de mi altura o de las orejas grandes o de la falta de
cuello o de los brazos tan cortos. Es
verdad, recuerdo que le dije, en la
primaria los niños miran con menos prejuicios y por lo tanto parecen más
perversos y no jugaban conmigo porque decían que lo mío era contagioso.
¿Y
entonces que hacías?, y yo le contestaba: lloraba, lloraba mucho, mi
único consuelo era la iglesia y el cura confesor.
Pero C insistía ¿y tus padres? ¿y tus tíos? ¿Tus primos? Es posible que dios permita
que uno de sus ministros ponga tan en evidencia que no es infalible?
Eso
quiere decir que todo lo que hago por los pobres y los enfermos es inútil, que
ninguno podrá superar su daño?
Y este cuestionamiento una y otra
vez, uno y otro día, y C se fue alejando, nada pude hacer para convencerlo que
la altura no es un inconveniente si lo que se tiene es fe, fe para seguir en donde
sea porque el modelo no es la belleza física sino el ejemplo de bondad humildad
solidaridad y hacer de ese ejemplo un apostolado.
Pero no pude. Para C yo soy, era,
una bella persona y esa bella persona también tiene que tener un bello físico
tal como él lo entiende o entendía.
Mi pecado no es ser enano, mi pecado
es que C me vea como enano.
Mi pecado es que no soy como la fantasía
de C pretende que debo ser.
Y lo perdí, y lo perdió la Iglesia.
Y quizás se perdió él.
C y A
C le escribía a A y le manifestaba
su satisfacción y felicidad por haber sido elegido como monaguillo para las
fiestas comunales.
San Pablo y San Pedro eran sus
santos preferidos y poder estar en la primera fila del retablo mirando hacia
los creyentes y no al revés le confería a la decisión de su curita mayor
importancia que la que podría tener para otros creyente.
Porque para él era efectivamente
“tocar el cielo con las manos” poder estar al lado de su curita en esta misa
tan importante y celebrando a Santos tan notables para la cristiandad.
C le detallaba con picardía el
secreto que para tomar la hostia y el cáliz se subiera a un pequeño banquito
oculto para la feligresía, porque por obra y gracia de Juan XXIII la misa era de frente pero detrás
de la mesa contenedora de los elementos de la liturgia.
Le cuenta como prepara los elementos de su vestimenta, los toca varias veces, que su madre tuvo que
plancharlos tres veces por las arrugas que él descubría o se producían al
probarlo,
Lustró sus zapatos dos veces, fue a
la peluquería, visitó a sus abuelos y tíos para contarles el acontecimiento que
iba a vivir y lo contaba con tanto detalle como si ya lo hubiera vivido.
Y también le contó que un primo hizo
referencia a que A en definitiva era un error de Dios y se puso tan violento
que le arrojó el té caliente en la ropa y hubo que sostenerlo para que no
arremetiera a las trompadas, y que se puso a llorar porque había cometido el
pecado de la violencia, de la intolerancia y de la falta de paciencia.
Terminada su carta nuevamente lloró
quizás porque alguien descubrió lo que su
alma ya suponía..