lunes, 16 de junio de 2014

A, B Y C



B, A y C
C entró a la Iglesia y sintió un primer ramalazo del calor de la gente y el aroma del incienso. Recorrió con la mirada el lugar, saciado de piadosos y adivinó a cada uno con su deseo, su aspiración y también a los que acudían solo por su fe, se sintió invasor de intimidad, él no creía en eso pero también dudaba de no creer.
El Padre A presidía, lo encontró obviamente mayor a la última vez de  su encuentro, pero además más grueso, más serio.  Estaba parado en el medio del proscenio y su pequeña altura se distinguía aún más dado la distancia que lo separaba desde donde estaba.  Aún así,  le llegaba el brillo del alba sobre la casulla, la estola lo hacía más pequeño aún y cubría en parte el cíngulo que rodeaba la cintura, y en ese momento con los brazos alzados presentando el cuerpo y la sangre de Cristo pintaba un cuadro memorable que C ya había casi olvidado pero le recreó un instante que en algún momento creyó en todo eso y casi sin darse cuenta se arrodilló bruscamente, ahí mismo, en el centro del atrio y unió los dedos de las manos tratando de recordar para que era que las manos se unían.
A adivinó su presencia, sintió en su alrededor la energía del que había creído y dudó.
Lo buscó con la mirada pero ese momento era para todos sus feligreses, su figura, la figura del hombre que ordenaba el sacrificio de la misa estaba traspasada por la presencia de Dios y su carne y su sangre real se diluían tras la figura del Salvador al que todos en la iglesia venían a conocer, a reconocer y acompañar en el sacramento.
Y esa era la principal misión.
A ambos vi.
Ambos se vieron.   
Finalizada la Misa y mientras A resolvía sus ropas y los enseres y ordenaba a las mujeres pías que limpiaran con esmero todos los rincones de la casa espiritual y especialmente las imágenes de los santos y santas, los retablos y las capillitas internas. Pero todo eso, era evidente, esa conversación, esos detalles, esas órdenes solo servían para dilatar el encuentro con C.
Desde su altura A vio como crecía la figura de C a medida que se acercaba hasta el altar.
C repitió, ¿cómo puede haber un Dios que condena a uno de sus ministros a que sea enano, eh?


C y A
En lo más íntimo de mi pensamiento, de mi deseo, de lo que entreveía por su devoción, entrega, disposición y convicción que seguiría mis pasos.  Deseaba, deseo que C comulgue con la profesión de fe y abrace este oficio hermoso y desinteresado de ser cura.
En realidad desinteresado no porque como representante de la iglesia lo que aspiro, lo que aspiramos quienes abrazamos este ministerio es que nuestra grey se amplíe cada vez más con nuevos creyentes y nueva sangre joven entre nuestros maestros.
¿Qué le pasó a C? ¿Me ve enano antes que cura?  ¿Prefiere la figura graciosa antes que la voluntad de entrega a dios?
Esa tarde en el refectorio, esa tarde de mi cumpleaños hace ya treinta años, TREINTA AÑOS!!!,  me preguntó cómo había sido mi niñez, que había pasado cuando surcaba la escuela primaria y la secundaria, como me llevaba con mis compañeros de clase, de aula, con mis profesores y maestros, me preguntó si se mofaban de mi altura o de las orejas grandes o de la falta de cuello o de los brazos tan cortos. Es verdad, recuerdo que le dije, en la primaria los niños miran con menos prejuicios y por lo tanto parecen más perversos y no jugaban conmigo porque decían que lo mío era contagioso.
¿Y entonces que hacías?, y yo le contestaba: lloraba, lloraba mucho, mi único consuelo era la iglesia y el cura confesor.
Pero C insistía ¿y tus padres? ¿y tus tíos? ¿Tus primos? Es posible que dios permita que uno de sus ministros ponga tan en evidencia que no es infalible?
Eso quiere decir que todo lo que hago por los pobres y los enfermos es inútil, que ninguno podrá superar su daño?
Y este cuestionamiento una y otra vez, uno y otro día, y C se fue alejando, nada pude hacer para convencerlo que la altura no es un inconveniente si lo que se tiene es fe, fe para seguir en donde sea porque el modelo no es la belleza física sino el ejemplo de bondad humildad solidaridad y hacer de ese ejemplo un apostolado.
Pero no pude. Para C yo soy, era, una bella persona y esa bella persona también tiene que tener un bello físico tal como él lo entiende o entendía.
Mi pecado no es ser enano, mi pecado es que C me vea como enano.
Mi pecado es que no soy como la fantasía de C pretende que debo ser.
Y lo perdí, y lo perdió la Iglesia. Y quizás se perdió él.

C y A
C le escribía a A y le manifestaba su satisfacción y felicidad por haber sido elegido como monaguillo para las fiestas comunales. 
San Pablo y San Pedro eran sus santos preferidos y poder estar en la primera fila del retablo mirando hacia los creyentes y no al revés le confería a la decisión de su curita mayor importancia que la que podría tener para otros creyente.
Porque para él era efectivamente “tocar el cielo con las manos” poder estar al lado de su curita en esta misa tan importante y celebrando a Santos tan notables para la cristiandad.
C le detallaba con picardía el secreto que para tomar la hostia y el cáliz se subiera a un pequeño banquito oculto para la feligresía, porque por obra y gracia de  Juan XXIII la misa era de frente pero detrás de la mesa contenedora de los elementos de la liturgia.
Le cuenta como  prepara los elementos de su vestimenta,  los toca varias veces, que su madre tuvo que plancharlos tres veces por las arrugas que él descubría o se producían al probarlo,
Lustró sus zapatos dos veces, fue a la peluquería, visitó a sus abuelos y tíos para contarles el acontecimiento que iba a vivir y lo contaba con tanto detalle como si ya lo hubiera vivido.
Y también le contó que un primo hizo referencia a que A en definitiva era un error de Dios y se puso tan violento que le arrojó el té caliente en la ropa y hubo que sostenerlo para que no arremetiera a las trompadas, y que se puso a llorar porque había cometido el pecado de la violencia, de la intolerancia y de la falta de paciencia.
Terminada su carta nuevamente lloró quizás porque alguien descubrió lo que su  alma ya suponía..


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