miércoles, 2 de marzo de 2011

El Reloj del Relojero - Feb. 2011

El Reloj del
El Reloj del Relojero…


El pequeño cartel azul en la parte superior de la inmensa puerta con la que se ingresaba a su casa decía: DON JAIME / RELOJERO.

Una puerta alta de madera, de dos hojas con manija y cerraduras de bronce, siempre brillante, daba entrada, luego de escalar dos escalones a un zaguán con un color de pintura más oscuro hasta la altura de mi cabeza y otro más claro, amarillo o crema, hasta el techo y éste altísimo, un zaguán  en continua penumbra a pesar de la solitaria lámpara que colgaba del techo sin ningún adorno más que sus cables vestidos x el polvo de años y años.

En esos escalones nos sentábamos con mi abuelo, mi tía, la menor de los tres  hermanos, que formaban ella, mi papá y un tío eternamente contento sonriente y mujeriego., en esos escalones mirábamos pasar vecinos y ajenos, todos siempre criticados, y tomábamos mate con leche, si, en lugar de agua caliente iba la leche al costado de la bombilla, era como mate cocido pero en mate,

Al final de ese zaguán otra puerta de dos hojas a la que le faltaban las manijas y cerraduras y abierta una de las dos hojas había que pasar de costado, pero estas puertas eran de madera abajo con la mitad superior decoradas con vidrio biselado y con unas iniciales grabadas que nunca pude descifrar y que no tenían nada que ver con el nombre de mi abuelo.
Ese zaguán era como el foso que rodeaba un castillo y efectivamente debía tener un permiso adulto para pasar x él hasta la calle x lo que para mí esa puerta de vidrio era la aduana hacia el exterior.

Traspuesta la puerta con vidrios se amanecía un patio casi cuadrado,  jardín playa bosque selva montaña y cueva de todos mis imaginados juegos, por  ese patio se accedía al cuarto de mi abuelo sobre la derecha y que tenía una ventana con un pequeño balcón que daba a la calle, la cocina, el baño, una pieza grande que era comedor y dormitorio mío y de mis padres cuando ellos se quedaban a dormir, pero era mío de siempre.

El patio era como un enorme trompo por donde giraba casi toda la vida de esa casa, las piezas con piso de pinotea y el patio el baño y la cocina con baldosas calcáreas con  distintos dibujos según donde estuvieran, al costado del patio, contra una pared, cerca del cuarto de mi abuelo había una escalera que ascendía a dos cuartos, uno de mi tía y el otro el taller de relojes de mi abuelo, el sancto sanctórum de la casa, el lugar privilegiado adonde nadie le interesaba entrar y era para mí el sitio más extraordinario de cuanto había en mi estrecho mundo de niño, así como el año no se terminaba nunca ese cuarto era único en la tierra y nadie pero nadie de mis amigos y parientes podían contar aventuras como yo en la torre del castillo ocupada por un mago relojero.

La escalera tenía pared de un lado, era por donde yo debía subir según el consejo eterno de todos los habitantes de esa casa, y baranda de madera del otro, madera gastada por los años de arrastrar palmas por su superficie, la humedad que quedaba entre las nervaduras de la vieja madera era el caldo donde algunas veces las mariposas que almorzaban en los malvones reponían el agua con las pequeñisimas gotas de transpiración que saladas era un manjar para ellas, la madera se apoyaba en un intrincado firulete de hierro que se parecía a los resortes que mi abuelo manipulaba cuando desarmaba un reloj, era como un rulo enorme y negro como los que encontraba en la peluquería de la cuadra cuando acompañaba a mi abuelo Jaime a prolijar sus pelos y ahí descubría que había cabeza debajo de ese eterno sombrero que nunca se sacaba.

Tengo un recuerdo fotográfico de las macetas de cemento que contenían unos malvones que se resistían a morir y cada mañana le sonreían a mi abuela Rosa cuando se acercaba los refrescaba y les hablaba despacio como a mí.

Mi abuelo Jaime era bajito, encorvado, portaba un asma permanente que a veces se contaminaba con lo que llamábamos “el ataque” y en esos momento sufríamos el y yo, él porque no le alcanzaba el aire para calmar sus sufridos pulmones y yo, y yo porque temía que se muriera y con su muerte perder el taller de relojería. Portaba sombrero negro de alas y un eterno saco azul, brilloso en las mangas de apoyarse en su mesa de trabajo, tenía una barba desprolija y pegada a sus mejillas con colores negros grises y blancos, nunca supe que edad tenía y ya de grande me enteré que su asma no vino con él de Europa, no, ese asma nació de dormir en las plazas, en las obras en construcción hasta que un paisano se apiadó le hizo un espacio en su taller y le enseñó el oficio de relojero, por suerte para mí.

Ser relojero no era lo mismo que ser bombero o lechero, era más entretenido que ser policía, y vender hielo era aburridísimo a pesar del carro, porque un relojero tenía una mesa repleta de pequeñas piezas y pequeñísimas herramientas y además lo más extraordinario era un catalejo del tamaño de dos falanges de dedo que se prendía a uno de los ojos de mi abuelo para mirar y poder tomar con las pequeñas herramientas las más pequeñas piezas que perfectamente ensambladas se transformaban en un reloj , y relojes pequeños de dama, más pequeños de niña, un poco más grandes de caballero y enormes de pared incluyendo un badajo que no solo se movía de derecha a izquierda eternamente sino que daban en cada cuarto de hora una campanada que molestaba pero se esperaba.

La mesa de trabajo era un poco más alta que una de comer o la mesita de luz que acompañaba hermanando la cama donde dormían mis abuelos, era como la mitad de la mesa de la cocina y estaba rayada, muy rayada, era como una cabellera, oscura del roce la parte superior más cercana a sus brazos que se apoyaban en la misma, y x supuesto el permanente saco que nunca se sacaba ni para trabajar en sus relojes estaba manchado y brilloso en las mangas.

La zona donde estaba la casa se inundaba ante cualquier lluvia,  tengo en mi memoria despertarme y ver el sofá donde dormía mi papá cuando se quedaba en lo de mi abuelo flotando en el patio, como todo se inundaba para mí era más divertido cuando llovía, ver correr a la familia levantando algunos muebles y trastos y llevarme arriba, a la torre del relojero donde también se refugiaba mi abuelo y entonces era lo mejor, no solo ver desde arriba, desde la torre el ir y venir del agua sino estar todo el día con Jaime viendo como los relojes cobraban vida con sus resortes, sus cuerdas y sus mallas.

La casa era la penúltima de la cuadra, en la esquina una histórica farmacia con un inmenso globo lleno de confites sobre el mostrador, al lado de la inmensa caja donde don Luis registraba sus ventas, esos confites eran mi premio por nada, recibía ese premio cada vez que entraba, y eran varias veces al día cuando tenía la posibilidad de visitar ese castillo de mi niñez.

La casa de Don Jaime, Relojero, no existe más, ahora junto a lo que era el edificio de la farmacia se ha transformado en una casa con departamentos, ni bien ni mal, lástima que no me invitaron al espectáculo de los restos del lugar.

Mi abuelo murió estando yo trabajando en el interior del país, no como un viaje coyuntural sino que estaba instalado.
Cuando me llamaron para informarme solicité permiso para ir a su velorio y entierro, el Gerente de la fábrica me preguntó con fastidio: 

 tanto le importaba su abuelo??

Roberto Alfiz  

1 comentario:

  1. Recuerdos de parte de mi infancia de JAIME EL REOJERO, para vos yeye, tu abuelo. Para mi, el tío Jaim Idl, por marte de mamá Jaie Toibe, hermana de tu abuela Rosa y para mi la tía Eñe Reisl.
    Tu relato sobre nuestro Personaje, me trasladó en los tiempos, y ne hizo emocionar hasta el tuétano. Mis vivencias en esa casa hermosa y llena de misterios, que los viernes al atardecer,antes del Shabat, con orgullo del deber cumplido, le prendía las luces y las hornallas del gas en la cocina donde aspiraba los sabrozos olores de las comidas que ellas emanaban.
    Subir esas escaleras hacía que mi corazón palpitara a mil y entrar a ese taller santuario, desde el marco ver a mi tío tomar con sus finos dedos un palito largo de dos o tres mm. de espesor, sacarle punta con una especie de trincheta y con un redondeo finísimo e insertarlo en los agujeritos, para limpiarlos, que acababan de aparecer después de retirar esos tornillitos tan pequeños y que manejaba con eximia maestría.
    Hechizado.
    Arrimé mis recuerdos a los tuyos como el Ianquele de esos tiempos y como el Jacobo actual.
    GRACIAS, MUCHAS GRACIAS !

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